martes, 15 de noviembre de 2016

Comidita de ladrillo

Una tarde estábamos con mi padre contemplando el florecimiento de los lapachos y conversábamos acerca de lo mal que lo habíamos pasado económicamente en algunos momentos de la vida. En medio de aquella charla, papá sorbió el tereré y reflexionó: "Nosotros aprendimos a vivir a pesar de la pobreza y con la pobreza, por eso podemos contemplar el mundo así". Y terminó su discurso con una rutilante sonrisa.

Aquello me hizo recordar cuando vivíamos en una especie de era preconsumista, en la que con poco disfrutábamos mucho, siendo unos críos. Cinco niños, varones, nos pasábamos jugando, yendo a la escuela y al río. A menudo escuchábamos a nuestros padres hacer cuentas. Los útiles escolares, las provistas, el viaje mensual a la capital para cobrar, los billetes, las monedas, la libreta de almacén, las deudas por el arreglo del techo y un largo etcétera. Nunca cuadraba nada. 

Una veraniega mañana, con la humedad por las nubes, mientras estábamos jugando, ensuciándonos en la roja tierra, mi madre detuvo el juego con un grito: "¡Peantemavoi ofaltá!". Un grito de hastío en guaraní, como de guerra, de desconsuelo, porque justo se le había acabado el gas de la garrafa, con la comida a medio hacer y mi padre aún no regresaba de Asunción con el sueldo (un viaje de entre 14 y 17 horas por trayecto, con suerte). Nos ordenó que buscásemos leña, nos zarandeó del suelo y allá que nos esparcimos por el bajo, camino al río, a recolectar troncos secos. Unos minutos después, cada uno fuimos llegando con nuestros maderos.

Nos quedamos mirando la escena. Mamá armaba una pequeña hoguera a la vez que refunfuñaba y soplaba con rabia para avivar el fuego, golpeando palabras de desaliento contra la leña reseca. El determinismo de ser pobres, el desconsuelo de estar tan lejos, aislados, todo cabía en sus reproches. Cuando ya el fuego estaba en su punto álgido, puso una hilera de ladrillos a un lado y a otro de la pequeña hoguera, como dos muritos y sobre ellos asentó la olla de hierro que contenía el puchero a medias para el almuerzo, sin dejar de fruncir el ceño y maldecir la suerte cotidiana. En ese instante,  como un chispazo, Hugo, el más pequeño de mis hermanos lanzó un grito como un descubrimiento.

—¡Co-mi-di-ta de ladrillo!

Mamá lo miró apretando los dientes. La miramos esperando alguna reacción de bronca, pero aflojó los labios y perfiló una mueca que terminó en una sonrisa. Los cinco hermanos la secundamos con nuestras risas a coro y terminamos todos cantando. 

—¡Comidita de ladrillo, comidita de ladrillo! 

Acompañamos el estribillo con palmas y mamá se sentó en la silleta del patio partiéndose de la risa con el pequeño himno que acabábamos de inventar; nuestro himno a la pobreza compartida en torno al humeante puchero que desprendía su casero aroma a medio día.

Pretérita imagen de aquellos tiempos en el río Ypane (Tacuati).